El general era un hombre sabio. Tenía setenta carreras (aunque las carreras en Oassí duraban sólo una semana, pero una semana muy dura). Estaba doctorado en “apertura española”y “gambito danés”. Se licenció en “enroque largo”, también en “dobletes de caballo” e hizo la tesis doctoral sobre el “jaque mate a dos torres”; Todas sus carreras estaban relacionadas con el ajedrez.
Pocas personas tenían la sabiduría del general. El jardinero venía siendo su fiel contrincante desde hacía veintisiete años. Sus partidas de ajedrez duraban “ad eternum” y tenían lugar todas las mañanas en el cuartel general de Oassí.
Serenio, que así se llamaba el jardinero, jugaba con un pundonor digno de un soldado valeroso pero jamás, en veintisiete años, logró ganar una sola partida al general. Tan sólo, una vez que al general le dolía la cabeza, consiguió quedar en tablas en una larga y dura partida. Este hecho hizo al general concluir siete
carreras más.
A pesar de todo el jardinero, que sólo tenía catorce
carreras, estaba convencido de que algún día conseguiría ganar al general, y sólo le asustaba la cara que éste pondría al tirar el rey.
Aquella mañana el general se levantó y avisó a Serenio, el jardinero, para que comenzaran su trabajo.
–Buenos días, Serenio… ¿Cómo va eso? –El general se refería a su última carrera– ¿Estudia mucho?..
–El martes termino y al fin estaré doctorado en amapolas blancas.
–Entonces… Sembrará todo el campamento de ellas ¿Es así?
–¡Hombre! ¿Para qué se cree que me he pasado toda la semana estudiando? Además… ¿Dónde se ha visto un campamento sin amapolas blancas?
–La verdad es que no lo se –respondió el general– Nunca he visto otro campamento.
–Es cierto, mi general, pero si usted hubiera visto otro seguro que estaría llenito de amapola blancas, y seguro que todos los soldados harían guardia para impedir que nadie se las llevara. De otro modo… ¿Para qué sirve un ejército?
–Sabe, –el general lo miró pensativo– siempre le he admirado porque es usted un hombre de grandes proyectos y espero que este sea el mejor.
–Gracias mi general, yo sólo cumplo con mi deber. –Serenio se ruborizó y miró al tablero– Sacan blancas.
La partida había comenzado y varios soldados miraban a través de la ventana para seguir su transcurso. Mirar por la ventana del general estaba prohibido desde hacía veintisiete años,
ray ban rb 4125, pero al general le encantaba que le vieran jugar y hacía la vista gorda todas las mañanas.
Las cinco primeras jugadas eran las mismas desde hacía veintisiete años. A pesar de ello, ambos contrincantes tardaban en mover cada peón aproximadamente media hora.
Todo transcurría con la normalidad habitual hasta que un soldado entró en la salita sin pedir permiso. Estaba muy alterado.
–Mi general, un telegrama urgente.
–¿Urgente?.. ¿Qué será?.. –El general dejó el telegrama junto al tablero y siguió pensando en la siguiente jugada con la mirada fija sobre la mesa.
Después de mover cinco fichas más, el general abrió tranquilamente el telegrama y, poniéndose las gafas con gesto más que serio, comenzó a leer en voz alta, tratando de descifrar la mala letra del telegrafista.
–Es-ta-mos-en-gue-rra, stop…¿Guerra? ¿Qué es guerra?
–Yo no lo se, mi general, sólo tengo catorce carreras –dijo humildemente el jardinero– Mire en el diccionario.
El general se levantó y buscó el diccionario en el cajón de su mesita de noche.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua de Oassí sólo tiene doce palabras: Amor, beso, dar, día, dios, epanadiplosis, hijo, pan, paz, ser, tú y yo.
–Pues no viene… ¿Qué hacemos?
–No lo se –respondió Serenio confuso– Podemos ir a casa del gobernador, él debe saberlo.
El general estaba furioso.
–¡Es la primera vez que interrumpen nuestra partida de ajedrez en veintisiete años,
offerte ray ban! ¡No tienen consideración!
El general estaba furioso por primera vez en veintisiete años.
–Serenio y el general fueron a la casa del gobernador. Allí, una secretaria que se estaba pintando las uñas los recibió atentamente.
–El general no puede recibirles porque está jugando con sus nietos (algo muy delicado, créanme). –Dijo tratando de no hacer ruido.
–Dígale que se trata de un asunto urgente. –dijo el jardinero mientras el general seguía pensando en la siguiente jugada.
Al poco tiempo se oyó el llanto de un niño y el gobernador abrió la puerta completamente irritado.
–¡Miren,
ray ban 3293, miren como se ha quedado Pablito!.. ¿Es que ustedes no saben que no se puede enfadar así a un crío?.. ¿Es que ya no puede uno en este estado ni jugar con sus nietos?.. ¡Parece mentira! ¡Unos hombres hechos y derechos!
Tanto el general como el jardinero se sintieron avergonzados y mantuvieron la cabeza agachada hasta que el general comenzó a hablar.
–Lo sentimos mucho, señor gobernador, pero… Bueno, debe perdonar nuestra ignorancia. El caso es que esta mañana ha llegado al cuartel un telegrama que no entendemos muy bien. Dice así: “Estamos en guerra”.
El gobernador quedó pensativo. Tenía cerca de cien carreras y debía darles una respuesta contundente, de lo contrario pensarían que era un ignorante y que no sabía jugar ni con sus nietos (y eso sí que no).
–Veamos –Dijo el gobernador con voz grave y serena– resulta que la palabra guerra se parece a Sierra y Tierra, pero no es ninguna de las dos. Debe ser un sustantivo que se encuentre entre ambos términos, semánticamente hablando, eso sí… Recuerdo que cuando yo era un chaval…
El gobernador, siempre que consideraba que un tema no era importante comenzaba a contarle su infancia a la gente. Pero Serenio y el general ya se la sabían de memoria, de modo que escucharon un ratito y se marcharon sin obtener respuesta.
Fueron entonces al casa del frutero. El podía saberlo porque su abuela le contó muchas cosas de pequeño que no conocía nadie en aquel estado.
–Mi abuela jamás pronunció semejante palabra… ¿Os pongo unas peritas que me han traído ahora mismo de la huerta? –El frutero no parecía muy interesado en el asunto, sólo le preocupaba la venta de fruta (como es natural).
Cada vez que Serenio y el general se encontraban a un ciudadano le preguntaban por el significado de la palabra “guerra”, pero nadie sabía a qué se referían con aquello.
La preocupación se extendió por todo el estado y las gentes se preguntaban, unos a otros, qué querría decir aquel telegrama. De repente, Juan el vagabundo, se acercó al general y le dijo al oído…
–Es un error del telegrafista. Es por la mala letra que tiene el pobre. Esa palabra no significa nada.
¡Menuda irritación la del general cuando se dio cuenta del fiasco!.
–¡Que traigan ahora mismo al telegrafista! –El general estaba a punto de estallar.
El telegrafista (Eugenio) que andaba por allí, reconoció su error y pidió que lo juzgaran inmediatamente. Lo de haber paralizado a todo un estado no era un asunto baladí, pero enseguida asumió la responsabilidad.
El gobernador nombró un fiscal encargado de acusar al telegrafista y un abogado defensor para que lo defendiese. También nombró un juez entre la gente que estaba en la plaza.
–¡Este hombre ha paralizado a un estado entero, y todo para investigar el significado de una palabra que no existe! Esto es imperdonable, Eugenio merece por lo menos una tarde de cárcel. –El fiscal habló con absoluta rotundidad y fue muy aplaudido.
Ahora le tocaba el turno al abogado defensor, que no se achantó a la hora de decir…
–Un error lo tiene cualquiera. –La plaza hervía ahora en aplausos y la gente estaba expectante.
Ahora le tocaba al juez, que estaba escuchado atentamente a los oradores mientras hablaba con su hija Carmen. La cosa no era fácil… ¡Debía tomar la decisión de dejar en libertad o enviar a la cárcel a Eugenio! No, la cosa se presentaba complicada. Puede que por eso el juez tardara más de cinco segundos en resolver.
–Todos tienen razón, pero puesto que es la primera vez que comete un error en veintisiete años, que es muy amigo mío y muy buena persona, queda en libertad sin fianza y sin nada de nada después de pedir perdón a toda esta gente. Además –prosiguió– aquí no tenemos cárcel.
¡Menuda ovación! El juez fue el más aplaudido de todos.
Después, el telegrafista pidió perdón públicamente y la gente le regaló un bolígrafo nuevo para que no se equivocase al escribir.
Dicen los más viejos que era probable que el error fuera del bolígrafo y no del telegrafista. Los bolis de Oassí no eran muy allá, la verdad. Es posible que por eso, el telegrafista escribiese la palabra “guerra” en lugar de “sierra”. Y es que la hija del general se había ido a la sierra de excursión.
Original de Luis Folgado de Torres
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